Era facundo. Si, facundo y punto. Era facundo, “el” abogado y todos los “deber ser” encima y punto final.
Era facundo en su oficina del segundo piso en la calle de los abogados, con su maletín negro y su traje de camisa y corbata. Y, como lo dicta el sentido común, su silla giratoria, una que otra caja rellena de de documentos. La estantería que ostenta su conocimiento, plagada de libros que, con palabras de pronunciación difícil y significado relativo, le validan: Facundo abogado.
Facundo mira su escritorio; lámpara de luz tenue (verdosa como las de los juristas), acomoda un fajo de textos, se acomoda el nudo de la anquilosada corbata, y cae en la cuenta, en la horrible cuenta.
En el lapicero poblado de lapiceras de escritorio formalísimo, en SU lapicero de orden y protocolo. Metrópolis de plumas negras, un, un ingenuo y solitario portaminas ROJO esperaba pasar desapercibido: desafiante.